Voces de Colombia

La Cuerda, un cuento de Yulieth Mora

Escritora colombiana Yulieth Mora

LA CUERDA

Por Yulieth Mora

Desde los once años, mamá me preparó para su muerte. Una mañana llegó del médico y me lo dijo: “No existe cura. Voy a morir pronto”. Lloré toda la noche bajo la almohada. Al día siguiente, como si tuviera entrega de notas en el colegio o una fiesta, ella se puso su labial favorito, los anillos de oro y esa pashmina azul de rombitos que siempre olía a ella. “Hay que estar bella para la muerte”, decía.

Desde entonces mamá solía llevarme a clases extracurriculares todas las tardes. Primero fueron las clases de teatro en la academia que quedaba frente a nuestro edificio. Yo luchaba con mi timidez y con un hombre de aspecto fracasado que dictaba el taller y parecía enamorado de mamá. Luego vinieron las clases de cocina para niños, aunque un par de meses después me retiró del instituto por cuenta de un menú infantil poco saludable “Que no esté no significa que vayas a hornear tortas y a calentar pizza toda la vida”.

Más adelante fueron las clases de natación cerca de nuestra casa. La profesora era una mujer alta de cuerpo perfecto, su Speedo dejaba mucho a la imaginación. El primer día mamá me lo advirtió: “Cuando salgas de la piscina no corras. No queremos dos ataúdes”. Solía pensar en esa frase cuando el agua se me metía por la nariz y me quemaba la garganta. Durante la hora, me quitaba las gafas de natación o intentaba mirar a través del plástico empañado para asegurarme que mamá estuviera sentada en las gradas, hablando con cualquiera para pasar el tiempo. Ella siempre estaba.

Mamá tardó muchos años en averiguarlo. Su enfermedad era crónica. No existía un examen para saber si tenía o no lo que sospechaban los médicos. El primer síntoma eran lágrimas que aparecían sin explicación, luego su rostro brillaba de sudor, ella se sentaba desvanecida, junto a la ventana, con los pies lanzados al aire, no podía moverse por horas. La veía quejarse, le preguntaba qué podía hacer, sin hacer nada.

Cada vez que tenía una de sus crisis llamaba al servicio médico para que la revisaran en casa. A la hora llegaba una ambulancia. La seguridad del edificio se fue acostumbrando al ruido de la sirena. La inyectaban, dormía diez o doce horas seguidas. Cuando estaba profunda, yo calentaba agua para meterla en la bolsa de caucho y la ponía en sus piernas con la esperanza de que las sintiera de nuevo.

Me quedaba horas mirándola, me detenía en todos los pliegues de su rostro y en las incipientes manchas hepáticas que avisaban una menopausia prematura, la veía quejarse con una fuerza que ya estaba fuera del cuerpo, deseaba que despertara pronto. Su dolor era insoportable y a veces tenía la sensación de que ese dolor también se traspasaba a mi cuerpo.

Antes de meterme a la cama con ella, cerraba la llave del gas, todas las ventanas, cruzaba el pasador en la puerta y programaba el despertador a las cinco de la mañana en punto para llegar a tiempo al colegio.

Siempre que dormíamos juntas era por una de sus crisis. Antes de dormirse profundamente, si estaba consciente, me daba un beso y un abrazo como si se tratara del último y yo le correspondía con la misma seguridad. Durante la madrugada la abrazaba para ver si aún respiraba, a las dos horas le tocaba la frente helada y la limpiaba con la punta de la sábana. Siempre creí que iba a verla morir, pero al final me quedaba dormida.

A las cinco, cuando sonaba el despertador, mamá se levantaba. Me preparaba el desayuno y gritaba desde la cocina: “A este paso vas a llegar tarde a todo”. Luego, se acercaba dulcemente hasta la cama y me susurraba: “Duermes tanto, mi amor, y pronto no voy a estar para despertarte”.

Mamá nunca volvió a casarse. “No quise darte problemas, ni hermanos menores que son la misma cosa”. Mi padre murió cuando yo tenía tres años, desde entonces vivíamos de la pensión que nos dejó. A mis once, cuando a mamá la diagnosticaron, ella completó la historia: “Lo mataron. Dos tiros por la espalda. No puedo asegurarte que no los mereciera”.

En sus días buenos solíamos hacer planes; íbamos al cine para ver dramas y tragarnos las lágrimas. En la mitad de la película le cogía la mano para darme cuenta si solo estaba durmiendo o había pasado lo que ambas sabíamos que iba a suceder. Mientras veía la película, otra trama sucedía en mi cabeza: yo corriendo por el teatro, pidiendo ayuda, gritando que mamá no respiraba, el teatro encendiendo las luces en la mitad de la película, los espectadores rodeando el cuerpo de mamá; pero luego volvía a lo del comienzo, me cercioraba de que solo estuviera dormida, me daba cuenta de que respiraba, incluso más fuerte de lo normal y seguía viendo la película en la pantalla.

En sus días malos, que eran casi todos los fines de semana, nos encerrábamos en casa. Me encargaba de pedir los domicilios; una sopa de covarachía, otra de tomate, un crepe caprino y otro de champiñones, dos limonadas de coco bajas en azúcar. Pagaba con mi tarjeta amparada y la última clave que mamá había escrito en el talón de mis tenis, solía cambiarla cada tres meses. “Seguridad mató a confianza”, me repetía.

Como eran días de lavar la ropa, gritaba desde la cama todas las indicaciones necesarias para la supervivencia de las prendas: la cantidad del detergente, la obligación de separar la ropa de color a un lado de la blanca, y me obligaba a devolver el ciclo para que la ropa estuviera impecable, como si ella misma lo hubiera hecho: perfecto.

Ya en la tarde me metía con ella debajo de las cobijas y me quedaba hasta la noche repitiendo películas o leyendo los cuentos de Saki. Estiraba mi pierna en la mitad de las suyas y la abrazaba fuerte. Su calor era mi somnífero.

Siempre pensé que la noticia iba a llegar de otra forma. Ensayé varios escenarios posibles cuando mamá tuvo las recaídas más difíciles de su enfermedad. Imaginaba que en la mitad de la clase de inglés la miss pronunciaría mi nombre completo, me pediría que me acercara a la Rectoría y allí me contarían lo inevitable. Ensayé la manera en que iba a llorar cuando me lo dijeran, los gestos, la mirada perdida. Muchas veces ensayé la tristeza.

A los trece, cuando les contaba a mis compañeros de colegio, todavía me parecía que la enfermedad de mamá era difícil de pronunciar: “fi-bro-ma-gia”. “Fibromialgia”, me corregí a los quince, cuando la acompañaba a sus citas médicas. De ser necesario faltaba al colegio para hacerlo. Desde un asiento, junto a la camilla, miraba cómo la examinaban; ella se quitaba la ropa, quedaba en sostén y calzones, el médico le hacía levantar las piernas, doblarlas, le revisaba cada vértebra de la espalda, ella se quejaba. Le recomendaron un bastón que tuvimos que cargar siempre a todas partes. Para esa época, mamá tendría cuarenta y siete años.

Las recomendaciones del médico eran sencillas: no esforzarse físicamente, vivir relajada, tomar puntualmente los medicamentos, hacer alguna actividad que no fuera repetitiva, una dieta sana y una visita al psiquiatra cada dos meses, la única recomendación que no seguía.

Yo marcaba las cajas de sus pastillas con los horarios y ponía las alarmas para recordarle la hora de tomar los medicamentos. A primera hora era el calcio licuado; a las diez de la mañana y a las tres de la tarde, dos pastillas para el dolor; en la noche, una y media más para dormir, y los masajes con esa pomada roja que se usa para quitarle el dolor a los caballos.

En ese tiempo ya tenía las cosas muy claras. Si mamá un día no despertaba, debía llamar a mi hermano al número de emergencia guardado en el teléfono. Él tendría como treinta años, yo apenas si lo conocía por las fotos que había visto de él con mamá en un par de aquellos viajes que habían hecho juntos antes de que yo naciera. Tendría que decirle: “Joaquín, habla tu hermana. Mamá está muerta”, y él desde Lima sabría qué hacer.

Tal vez, cuando muriera mamá, yo viviría en Lima con Joaquín. Tal vez, él iba a llevarme hasta Miraflores, donde vivía, íbamos a comprar un par de helados de lúcuma en el Larcomar, a conocernos bien una tarde cerca del faro o en el parque Kennedy comiendo sánguche, y si nos caíamos bien, decía mamá, íbamos a viajar hasta La Huacachina, a lanzarnos por las dunas. Y si no se había casado, quizá, íbamos a tomar juntos un vuelo hasta Cusco, un bus hasta Aguascalientes, luego un tren hasta Machu Picchu y nos íbamos a quedar mirando el rostro de un inca en la montaña y a sellar los pasaportes con la visita al parque, ya en la tarde cuando nos sacaran. De regreso al hotel, Joaquín y yo quizá íbamos a recordar la versión que cada uno tenía de mamá, y lo íbamos hacer sin llorar, porque mamá nos había preparado para eso. O tal vez él iba a colgar el teléfono y a cambiar el número. Según mamá, esas eran las dos opciones: “No debes esperar mucho, pero cumple con avisarle”. Finalmente, para mí Joaquín era un desconocido.

Pasaron varios años hasta que sucedió. Cumplí diecisiete el día que me fui de casa. Quería hacer una vida lejos, como siempre hacen los hijos, como lo había hecho ella misma cuando la echaron de casa de los abuelos, a la misma edad, al enterarse de que esperaba a Joaquín. Yo lo hice sin avisar porque mamá nunca iba a comprenderlo. Le pagué dos meses adelantados a Raquel (la mujer que arreglaba la casa una vez por semana) para que cuidara tiempo completo a mamá.

Sin desempacar la maleta, me encerré en la habitación de un hostal que quedaba a diez calles de mi casa. Salí dos días después y llegué hasta el banco, evitando el camino que siempre hacíamos con mamá. Esa mañana esperaba por un turno para hablar con el gerente de la sucursal. Esperaba con impaciencia, luego de que la asesora me explicara que no podría retirar una suma tan alta sin la autorización de mi madre o hasta su fallecimiento. Mi viaje dependía de ella.

Raquel me avisó que mamá había muerto con un mensaje de texto, no tuvo otra opción, ese mediodía, cuando rechacé todas las llamadas mientras hacía fila en el banco.

Joaquín supo primero que yo. Mamá lo llamó antes de hacer el nudo en la cuerda, me lo contó Joaquín, ya en Lima, con el fondo de un mar furioso que avisaba la tormenta. Estábamos en el Parque del Amor donde las baldosas de colores forman poemas. Cuando mencionó la última conversación que sostuvo con mamá, yo leía en una de esas lisas superficies: “Por no herirte toda espina se hará hierba”. No pude llorar. No he podido.

 

Yulieth Mora Garzón. Bogotá (Colombia), 1992. Comunicadora social y periodista. Autora de la novela Movimientos involuntarios (Animal Extinto, 2023), el libro de cuentos La Mara (Universidad Central, 2020) y los poemarios Para acabar con los días bruscos (Hoja en Blanco, 2022) y Una mujer sobre otra (Isla de libros, 2023). Ha ganado el Premio Nacional de Cuento La Cueva en Colombia (2021) y el Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá (2018), y ha sido finalista del Concurso Relata del Ministerio de Educación (2017), el VIII Premio Nacional de Cuento La Cueva (2019) y el Premio Nacional de Novela Corta de la Universidad Central (2019). Resultó ganadora, en 2022, de la Beca de Residencia en Can Serrat-International Art Residency, El Bruc/Barcelona, España; ese mismo año obtuvo la Residencia de Escritura Casa Octavia-Dharma Books, El Paso, Texas, Estados Unidos. Actualmente vive en Bogotá.

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