Voces de Colombia

Un cuento de Duván Bolívar

PAVOR

Me vi de pronto una gota roja en el pantalón cuando el facilitador logístico de la campaña se me acercó para ingresar mis datos personales en su planilla. «Firme aquí», me indicó el espacio en blanco cuando hubo rellenado las demás celdas, y por poco mancho el formulario también: era una hoja de casillas chatas y apretujadas, rebosada de nombres, edades y ocupaciones, y firmadas en caligrafía nerviosa por voluntarios que se sometían a la prueba gratuita.

 

Me había rasgado yo mismo la cutícula del pulgar derecho hasta sangrar segundos atrás, sin darme cuenta: así de ansioso esperaba mi turno entre casi treinta personas para ingresar a aquella carpita mensajeada con consignas alentadoras que nos enviaba la OMS a nosotros los sudacas sobre control y prevención del VIH: juegos macabros de grafías y palabras, más que todo en eso consistía la publicidad: tu VIHda nos importa, por ejemplo, y la sigla camuflada ahí, acechándolo a uno, como un asesino en serie que se cubre entre arbustos florecidos. O: Piensa positivo (y el signo más que se usa cuando verdaderamente algo suma); o con-dones humanoides con los brazos extendidos y dispuestos a dar un abrazo de amigo fiel e incondicional cual caricatura de Discovery Kids.

 

Nada creativa la publicidad, por cierto. Se notaba demasiado el afán por restarle gravedad al asunto; y tal vez por eso mismo inducía el efecto farsa en la mente sobresaltada de quienes esperábamos ser atendidos afuera de la carpita; o en la mía, tal vez solo en la mía.

 

Algo en nuestro lenguaje corporal no nos dejaba fingir calma; no sé por qué nos aferrábamos tanto a los brazos de las sillas plásticas, o por qué las miradas chocaban en silencio como bolas de billar antes de caer al hueco de los propios pensamientos, como si fuéramos los pasajeros de un vuelo que atravesaba una emergencia y cuyo peligro inminente compartíamos todos telepáticamente sin tener que decirnos una sola palabra. El vaivén en las manzanas de Adán revelaba la frecuencia con que tragábamos saliva en seco a través de nuestras tráqueas contraídas.

 

Adentro practicaban la prueba rápida cuatro enfermeras risueñas que chistaban entre sí, y cuyos ademanes pretendían infundir calma entre el público expectante. Supongo que la mujer que no paraba de textear en su celular, más al fondo de la carpa, era la psicóloga que daba la retahíla por si acaso un positivo, la encargada de instalar el cinturón de seguridad en el pecho del infectado para minimizar el impacto de la noticia, la que recomendaría la lectura de un manual basado en testimonios de un ave fénix que oficiaba de conferencista en la actualidad, la que diría que eso no era nada, que es una condición como cualquier otra, como tener que inyectarse insulina a diario o tomarse la pastilla de la presión arterial para evitar sufrir un infarto, entre otras analogías más sacadas del sombrero mágico que usan las cabezas frías, las que ya abortaron pensamientos suicidas y programan en adelante sus consuelos como si fueran algoritmos de positividad, o líneas de un libreto que a ratos suena forzado y no combina del todo con los gestos del actor.

 

Me sentía expuesto. El tenderete estaba instalado en medio de la plaza Bolívar, a cielo abierto. El personal logístico vestía franelas estampadas con la típica cinta roja que simboliza la enfermedad, y a todos los transeúntes los interceptaban para extenderles la cordial invitación, pero algunos se escabullían despavoridos y cambiaban su trayectoria al instante con un saque abrupto de hombros, como huyéndoles a misiles que irían directico a impactar sus conciencias si no se apartaban. No sé exactamente lo que dispensaban sus ojos hacia nosotros cuando seguían de largo los caminantes esquivos: si admiración; si piedad; o morbo.

 

«El que nada debe nada teme», comentó de la nada un policía que estaba a mi lado antes de pasar a una risa que sonó más bien a resoplido de pavor, esa misma risa de nervios que anticipa el descenso súbito en una montaña rusa cuando no se puede contener más el aire. Me provocó responderle que si acaso trataba de convencerse a sí mismo con ese comentario tan fuera de lugar de que su expediente sexual no era tan amplio como yo debía de estar suponiéndolo y en efecto lo suponía, o de que si estaba allí era por puro ejercicio de rutina. A otro perro con ese hueso: eso mismo dicen todos mis amigos: «Me voy a hacer el examen en estos días, pero como por…» y dejan tres puntos suspensivos en el ambiente acompañados de una morisqueta que traduce cualquier cosa mientras beben otro sorbo de café para que uno complete la plantilla. ¿Como por qué? A ver, termina la frase. ¡Pues no!, como por nada, simple: si estás aquí es porque te has acostado con muchos sin ponerte un forro, me provocó decirle al policía. Pero le sonreí; «ante todo la solidaridad en un momento tan tenso como este», me dije a mí mismo en un intento de autocorrección socrática. Le hice el favor de creerle y seguí absorto en el cielo naranja, cuyas nubes parecían los restos cenicientos e iluminados de una fogata próxima a extinguirse del todo: de un naranja intenso por partes.

 

Viendo ese cielo precioso hice un inventario relámpago de mis últimos amantes, de las piezas de moteles que había visitado, de los baños solitarios de algunos centros comerciales que había frecuentado en hora valle al menor descuido de los vigilantes, de los parques alumbrados bajo la luz cómplice de la luna a los que me había ido tantas noches a ver estrellas literales y metafóricas. Los iba contando con los dedos, aunque supiera que no iban a caberme todas sus caras ahí; pero igual podría hacer ciclos de diez y expandir la cuenta.

 

Repasaba también los puntos exactos donde se pudo haber colado el virus de la duda; las escenas subían y bajaban como un ascensor que transportaba sacos de hielo a todos los pisos de mi anatomía. Envidiaba por momentos a quienes ya habían mirado de frente los ojos del miedo. Quienes salían de la carpa presionando todavía el algodoncito con la yema de su índice y una bolsa de papel seguramente repleta de condones se sonreían plácidamente con uno, como astronautas que han vuelto sin contratiempo alguno a tierra luego de haber permanecido más allá de la órbita planetaria; lejos de casa, en la luna quizás, teniendo que soportar la evanescencia de una gravedad que los mantuvo con los pies elevados por mucho tiempo y no firmes en la superficie como uno siempre quisiera, o como yo hubiese querido tenerlos en ese preciso instante.

 

Pronto anochecería, y se acercaba mi turno. Solo faltaba el chico de yin sumamente ajustado y pelos parados al lado del policía, y el policía a mi izquierda que optó por jugar Candy Crush en su celu cuando adivinó en mis ojos distraídos que yo no estaba dispuesto a seguirle la conversación, a juntar mi miedo con el suyo porque después me re infectaba de sugestiones.

 

Apliqué la terapia que aplico cuando siento subir el hormigueo por mis piernas y por mis manos, cuando presiento la antesala de ese falso infarto que los psiquiatras llaman pánico en las hojitas rectangulares de diagnósticos que entregan las epeeses para que uno reclame sus fármacos. Traté de calmarme por mi propia cuenta, sin lanzar anzuelos a ese río incierto de expectativas que éramos en ese momento todos los pacientes faltantes por examen. No habría pescado nada bueno ahí, salvo otra sonrisita de miedo como la del policía. Respiré hondo para poner en orden los latidos de mi corazón, y exhalé lento y sostenido. Nada. Seguían despelucados: ciento cinco pulsaciones por minuto otra vez.

 

Fingí entonces una llamada urgente. Me levanté de la silla, dije unas cuantas frases en voz alta y manoteé en el aire para que quedara clara mi supuesta tragedia y mi aflicción delante de todos, y emprendí la huida hacia la estación de Transmilenio más cercana con pasos ágiles pero a la vez esponjosos, como si la tierra bajo mis pies se hubiera convertido de repente en ese castillo inflable de la niñez que me desestabilizaba.

 

Me cercioré con varios giros de cabeza de que ninguno de los facilitadores me estuviera siguiendo con planilla en mano para decirme A dónde va, señor, deténgase, ya usted registró sus datos en este formulario, ya usted hace parte de las estadísticas oficiales que pensamos presentarle al Ministerio de Salud este semestre… Cualquiera habría dicho que había acabado de apuñalar a alguien. Pero eran puras imaginaciones mías. ¿Por qué habrían de seguirme ellos? No había cometido un crimen después de todo. No huía tanto de ellos como de mí mismo.

 

Y ya cuando por fin estuve a salvo en la estación («a salvo de quién o de qué», me reprochaba la conciencia con voz de mamá, de la mía en particular), me entretuve en los anuncios publicitarios del módulo donde debía esperar mi ruta hacia el sur. Esos anuncios me devolvieron a la vida, a los asuntos domésticos más simples que por fortuna nos distraen de la muerte. Como si hubiesen sido acaso un balcón frente al mar en plenas vacaciones de junio, leí atento y complacido entre la muchedumbre impaciente todos los signos estimulantes: próximos estrenos de películas, promociones dos por uno en Hamburguesas El Corral, champú para la caspa, agendas culturales para eventos de ópera y teatro de libre acceso, cursos de extensión con el quince por ciento de descuento en universidades reconocidas…

 

Las voces de algunos estudiantes recién salidos de sus clases chachareando en el bus lleno sobre lo difíciles que eran sus carreras y lo mierda que eran ciertos profesores, y el chismorreo de algunos oficinistas cansados que rajaban de sus jefes explotadores, terminaron de instalarme en una dimensión mucho más conocida y calientita. Ya me sobraría tiempo y un bache de melancolía lo suficientemente amplio como para salir corriendo cualquier día a practicarme ese examen de mi propia cuenta.

 

Aún no llega ese día.

 

Duván Bolívar Rangel. Barranquilla, 1988. Docente y escritor, graduado en filosofía y literatura. Ha publicado los libros de cuentos Próxima estación (2018), que obtuvo el XIII Premio Nacional de libro de Cuentos Universidad Industrial de Santander, Colombia, y Bailoteo de ojos (SantaBarbara Editores). Fue ganador del Tercer Concurso Nacional de Escritura Colombia, territorio de historias (2022), en la modalidad Ensayo, con su trabajo Comunicación bulímica: raquitismo cognitivo en tiempos de transparencia lingüística. Ha sido antologado en el volumen de ganadores y finalistas del Premio Nacional de Cuento La Cueva en 2020 y 2021. Fue finalista en 2020 del Premio Clarín Novela (Argentina). Ganador del Concurso Nacional de Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín 2024.



Se desempeña en la actualidad como docente de filosofía, escritura y lectura crítica adscrito al magisterio nacional de Colombia.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *